31 de mayo de 2006
La historia de Pepita Nuncabaja

Me acaba de llegar al e-mail la historia de una tal Pepita Nuncabaja. Dice que se solidariza con Pepito Relámpago y se ha decidido a contarme su caso.

Resulta que esta Pepita es profesora de Economía en secundaria y tenía un novio también profesor, de latín. Los dos vivían felices y contentos, en sus respectivos pisos compartidos alquilados en Barcelona. Pero ella quería su pisito, sus amigas no paraban de llamarla contándole sus maravillosas revalorizaciones, los cochazos que sus maridos habían metido a la hipoteca (y desgravado como "vivienda habitual"). Había una que se había metido la silicona de las tetas también como "vivienda habitual". Y claro, Pepita no podía más. El profesor de latín, con aquella tripa, aquellos dedos gordezuelos, aquel cabezón ralo, no era el hombre de sus sueños, pero era lo que había.

En unos pocos meses de terapia intensiva, consiguió convencer al latinista de que alquilando estaban tirando el dinero. Había que dar el paso. Aquel buen hombre, formado como estaba en declinaciones, miembro de un club de Esperanto, confió en el ojo económico de Pepita.

Entonces, como había algo de prisa porque los precios subían sin parar, decidieron visitar una inmobiliaria y preguntar sobre su capacidad de compra. La agente, argentina que vivía de alquiler, vio aquellas dos nominitas, tan seguras, tan estatales. Entonces, les hizo un plan de inversión: financiación al 110% de la tasación, para pagar los gastos de notario y demás. El tipo de interés: Euribor + 0,95. Seguro de vida para su novio. 6% de comisión para la agencia. Total, 280.000 euros a 30 años por un zulito de una habitación en el barrio de Sants, en uno de los nuevos bloques postolímpicos. La oportunidad de sus vidas.

A su amigo le entraron sudores fríos. Dijo que en la antigua Roma hubo una época de excepcional bonanza gracias a la construcción de acueductos a cargo de mano de obra esclava importada de Cartago, pero que tras las revueltas espartaquistas la inflación se disparó y los inmuebles se desplomaron.

La agente se quedó como de piedra. Pepita casi le soltó una bofetada allí mismo. "La vivienda nunca baja".

A partir de ahí, fueron a ver el piso y firmaron a toda prisa. La hipoteca no resultó ningún problema: 1.180 euros al mes. Como la tasación había sido generosa, pudieron incluso comprarse un ordenador nuevo para él y una operación de tetas para ella.

Pasaron los meses y sobrellevaron la convivencia como pudieron. El latinista no quería casarse, por no "recortar su libertad". Ella pensaba que tal vez tuviese que darle recambio algún día, cuando la revalorización los hubiese hecho ricos y pudiese marcharse con algún ingeniero deportista a un dúplex. De momento, recogía cada mañana los pelos que aquel hombre iba soltando en la bañera, el lavabo y hasta el bidé.

También notaba que, sin estar resfriado, la papelera al lado del ordenador se le llenaba siempre de kleenex.

En 2004, a ella la trasladaron a Palau de Plegamans. Todavía estaba de interina y no podía negarse al traslado. Tuvo que empezar a levantarse todos los días a las 5 de la mañana para coger el metro a las seis y luego el tren a las seis y media. Llegaba media hora antes al instituto, pero no había otra combinación.

Pepita había avistado ya un par de pimpollitos como a ella le gustaban: jóvenes, atléticos, inteligentes y con empuje. El problema es que eran sus alumnos. Los profesores parecían almas en pena, de aula en aula, con sus carterones de cuero, como si llevaran las hipotecas dentro.

Había, en todo caso, uno que no estaba mal: profesor de matemáticas, todavía sin alopecia, alguna que otra pata de gallo, no muy gordo y simpático. Intentó un par de conversaciones, con la seguridad que le daban sus nuevos pechos voluminosos, hasta que él mencionó a "su novia".

En todo caso, el 2005 no fue un mal año para Pepita. La revalorización iba viento en popa. También comenzó a subir el Euribor. Ella había calculado leves subidas, unas decimitas. Eso decía la previsión del diario Expansión, que a veces hojeaba. Estaba todo bajo control. La cuota mensual se fue a los 1.200 €, pero en casa entraban casi 4.000.

A principios de 2006 el latinista quiso tener una conversación solemne: que si él y ella, que si los sentimientos, que si no se pueden negar, que si el futuro, que si la vida es así o asá. El caso es que había conocido a una esperantista rumana que se trasladaba a España en poco tiempo. Se iba a vivir con ella.

Pepita entonces comprendió los kleenex de la papelera. También comprendió que tenía un problema. Si ponían el piso a la venta, tal vez podrían obtener unos 350.000 €, pero a ella le corresponderían sólo 175.000. ¿Qué podría comprarse en Barcelona por esa miseria? No iría a vivir a Palau de Plegamans. Tampoco iba a meter el dinero en cualquier ING y tirarlo poco a poco en un alquiler.

Pepita, entonces, ideó un maquiavélico plan. Tuvo una conversación con el latinista: el problema que le había creado era muy gordo y ella se merecía una reparación. Además, los indicadores macroeconómicos eran negros, muy negros (utilizó algunos argumentos de unos foritos de locos llamados Burbuja.info, Lainmobiliaria.org e Idealista.com).

El latinista se amedrentó. ¿Cómo podía ser que todo marchase tan bien, que su piso se estuviese revalorizando tanto y que de repente todo estuviese tan negro? Pepita le dijo que así era la economía, que iba por ciclos.

Entonces, le ofreció quedarse ella con la hipoteca, sin darle un duro a él. Así podría marcharse tranquilo con la rumana. El hombre aceptó, aunque a regañadientes. La rumana no tenía trabajo, tendrían que tirar el dinero en un alquiler.

Pepita, con eso y con la nueva subidita de Trichet, se quedó con una letra de 1.300 € para sus 1.900 netos mensuales. Pero, alentada por la revalorización, decidió ampliar la cosa un poquito más y comprarse un Volskwagen Golf para ir a Palau de Plegamans en menos tiempo. La letra se le quedó en 1.479 €. Todavía le quedaban 400 para comida, gasolina, ropa y gastos varios.

Pero a finales de 2006, después de dos subiditas más de los tipos, la letra se quedó en 1.664 € y entró en números rojos. Pepita pidió ayuda a sus padres, que comenzaron a sacarse 300 € al mes de sus sueldecitos para que ella pudiese comer.

La situación había cambiado demasiado rápido para Pepita. Estaba allí en su zulo, como feliz propietaria, sola, remendando las medias, cosiendo sus bragas viejas, hirviendo arroz para cenar. A veces le parecía mentira que fuese tan rica y en cambio tuviese que ahorrar tanto. Comenzó a oir campanas de aumento mayor de tipos. Aquello no entraba en sus planes. Ella había creído a las fuentes más solventes de España: Expansión, Cinco Días, La Gaceta de los Negocios.

Poco a poco, le fueron entrando los nervios. Cada vez que veía una raya en su Golf (que aparcaba en la calle) le parecía una cicatriz irreparable. No tenía dinero para pintar otra vez los parachoques. Conducía muy despacio, para ahorrar gas oil, pero aún así el gas oil no dejaba de subir. Cuando llegó un mes la letra del seguro y tuvo que ir a su casa a pedir más dinero se dio cuenta de que no podía mantener el coche. Sus padres eran un camarero y una limpiadora de oficinas. Habían pagado ya su pisito, pero después de la entrada del euro ya casi no podían ahorrar nada. Estaban esperando empezar a cobrar sus pensiones al 100% para ahorrar en suelas de zapatos.

Entrando 2007, Pepita vendió su Golf a la mitad de precio. Tenía un abollón y unas cuantas rayas. Habían sacado ya el modelo nuevo. La demanda de segunda mano era "aún" baja. No entendió bien ese "aún" del mecánico.

Cuando los tipos se pusieron al 4,6%, más su 0,9%, la letra subió a 1.760 €. Entonces, ya no quedaba margen para nada. La ansiedad comenzaba a afectarle en su trabajo. Se enfaba con los niños, la cara estaba más amarilla de lo normal, a veces le temblaban las manos. Notaba también en su casa que había muchos pelos en la almohada. Aquel piso estaba resultando una carga muy pesada, y todo por los malditos tipos, que nunca imaginó que pudiesen subir tanto.

En un par de semanas más, mientras los periódicos ya aireaban la "crisis", Rajoy pinchaba a ZP por la televisión, el nuevo ministro de vivienda prometía VPO y Solbes anunciaba un "aterrizaje suave", Pepita aterrizó en la dura realidad: se miró al espejo y vio un rostro acartonado, con arrugas, los dientes amarillos que no tenía dinero para blanquear, las cejas más caídas, las ojeras permanentes, la frente grasienta. Sudaba últimamente más de lo normal. Sabía que era víctima del estrés, pero no podía permitirse ni las pastillas de valeriana. Apenas tenía para comida y nada más. Su padre la visitaba a veces y le ofrecía volver con ellos y vender el piso. Ella hasta ese momento se había negado, si vendía se quedaría fuera, perdería el tren justo ahora que estaba ya en marcha. Lo más difícil ya había pasado, la inflación debía ir desgastando aquella cuota. ZP había prometido subir el sueldo a los funcionarios.

Pero en la precampaña del otoño de 2007 Solbes dijo, con voz cavernosa, que "tal vez entraríamos en un escenario de moderación salarial para funcionarios públicos". Pepita entonces se echó a llorar. Sabía muy bien lo que aquello significaba: su sueldo se congelaría, tal y como pasó ya con Aznar, mientras que la comida, la ropa, el transporte, los bolígrafos y la luz seguirían subiendo a un 6% anual, en términos reales. Los tipos de interés, ahora lo veía claro, sólo podían subir. Los tipos debían estar por encima de la inflación. Hasta uno de sus alumnos podía saber eso. Todo había sido un sueño, una locura colectiva, como un niño que ve una película de Bruce Lee y cree que podría apalizar a cualquiera. Su piso de una habitación era una celda carcelaria, con su dinero pasado, presente y futuro allí atrapado. Muy pronto entraría en números rojos, llegaría la letra y no la podría pagar. Muy pronto le llamarían del banco, la "asesorarían", la amenazarían sutilmente, le propondrían refinanciaciones a "sólo interés", y al final le subastarían el piso.

Debía ponerlo en venta cuanto antes. Algo le decía que no iba a ser fácil. Los comentarios de aquellos aguafiestas de internet le parecían ahora verdaderos. Se sentía encerrada en una alcantarilla, burlada por su propia codicia.

En pocos días, se sintió incapaz de ir a trabajar. Fue al médico y le dio una baja de un mes. Entonces se pasaba los días en el sofá, con la manta sobre sus tetas de goma, esperando llamadas de las agencias. Le ofrecían rebajas hasta los 250.000 €. Eso le dejaría aún una deuda de 30.000. Insistió en que se vendiese como mínimo por 270.000. Las inmobiliarias decían que imposible.

A todo eso, el del banco iba llamando. Entre economistas se entendían mejor: o pagas o subastamos. Pepita sabía que la subasta sería una estafa, que como mucho sacarían 120.000 y el resto lo tendría que poner ella de su sueldo. Entonces, llamó a las inmobiliarias y aceptó la rebaja hasta 250.000. Al menos podría salvar los muebles. En aquel momento, un pisito compartido con otras profes, unos ahorritos en el banco, unas sesiones de peluquería, un blanqueo dental, un viajecito a Marina d'Or para relajarse, le parecían el paraíso. Todo eso podía conseguirlo si se quitaba el muerto de encima.

Pasaron unas cuantas semanas más. Apenas durmió. No desconectaba el móvil por las noches. El tiempo se acababa. Sus padres habían reunido dinero para pagar una letra más, pero sólo una. Después, la suerte estaría echada. Pepita pagó esa letra y consiguió postergar otro mes el embargo. Pero el comprador no aparecía. Los días pasaban y cada noche era una derrota. Su cara estaba amarillenta, su pelo había perdido brillo, sus ojos eran los de un cordero degollado. Las ojeras eran ya de un morado oscuro. Su madre iba a verla todos los días y le traía infusiones de valeriana. Su padre intentaba consolarla: "en peores plazas he toreado yo". Pero el hombre estaba acojonado.

Entonces, en uno de esos días en los que la depresión se acercaba imperceptiblemente, suena el teléfono. Es la chica de la inmobiliaria. Dice que tiene un comprador por 180.000. Es un funcionario que puede conseguir la hipoteca casi inmediatamente. Pepita argumenta que es muy poco dinero, que su piso vale mucho más. La chica de la agencia le aconseja vender para evitar el embargo, que está a la vuelta de la esquina. No hay tiempo ya. Pepita al final accede. Tendrá aún que devolver 100.000 €, pero podrá por lo menos comer y vivir como una persona normal.

Se hace toda la operación en un tiempo récord. El del banco aplaza amablemente todo el proceso. La de la agencia lo prepara todo para ir al notario.

Pepita va allí a firmar y se encuentra con su ex novio el latinista. Está allí también la rumana, que es muy jovencita. El cabroncete ha perdido peso, está moreno, lleva una camisa de Pierre Cardin. La rumana tiene los ojitos brillantes, ávidos de pisito.

16:44:00 ---------------------



© A. Noguera